LA MISIÓN

segunda

Johnny Rotten pronunció una de las definiciones de vida más precisas. Él hablaba de “caos levemente organizado”, un cúmulo de circunstancias más o menos entendibles que permiten que un autobús pase cada quince minutos por la misma parada. No sabemos bien por qué ocurre eso realmente, por qué las cosas funcionan; todos hemos trabajado en lugares que se encontraban a un segundo de venirse abajo, pero ahí seguían, erguidos incomprensiblemente. Quizás la naturaleza de la vida sea esa: caminar por el cable a punto de caer al vacío. Cualquier corriente de aire inesperada -un desamor, un despido, una enfermedad, una pérdida- puede precipitar un descenso exprés sin promoción.

Ahora podríamos decir que vivimos en un caos perfectamente organizado. Nadie sabe nada, esa es la verdad, o al menos la impresión que da. Confiamos en no coger el bicho e infectar a otros o, si no nos queda más remedio que convivir con él, que sea por poco tiempo. Básicamente esperamos que el virus no les coja cariño a nuestros pulmones. Y poco más podemos hacer, me temo, desde nuestras casas. Solo aguardar a que nuestros pueblos dejen de parecer Silent Hill, y desear ánimo y suerte a nuestros familiares y amigos. Suerte para evitar subir al necromarcador electrónico.

Resulta que, en medio del tornado infeccioso, a lo mejor ascendemos a Segunda. Si el habitual barullo de leyes, decretos, recomendaciones, obligaciones, subvenciones, subsidios son galimatías redactados mal adrede para que no entendamos nada, la ristra de publicaciones extraordinarias desde que se inició el estado de alarma se estudiará en Oxford o Harvard o donde hagan estas cosas. Y habrá un monográfico especial sobre fútbol. Estos días no me he interesado por el balón. Yo daba la temporada por suspendida; esto nos ha superado, hay que ser realistas. Pero el fútbol se resiste a morir; al menos su faceta administrativa y económica, que tiene sus propios galimatías, decretos y recomendaciones.

El otro día vi una entrevista online al míster Sergio Rodríguez, la colgó un colega en el grupo de WhatsApp del fútbol. Rodríguez es un tipo con una misión, una historia. Y eso me chifla. Quiere devolver al “equipo de mi tierra” al fútbol profesional. Seguramente me equivoque, pero creo que tiene una espina clavada desde chaval, un sentimiento de orfandad deportiva desde que marchó a San Sebastián a raíz del descenso del Logroñés a Tercera (creo que fue así, ya ni me acuerdo). Luego volvió como jugador a una casa parecida a la suya, a un club nuevo que se asemeja al que perteneció, que viste igual, pero es diferente, donde colgó las botas e inició su carrera como entrenador. Es el soldado que regresa a casa después de la guerra, descubre que su esposa ha muerto, y se casa con la hermana para enfrentar lo que venga. Sergio es de este equipo. Y eso es el alma, amigo.

Durante muchos años fue muy complicado explicarle a la gente que eras de un equipo insignificante. De un equipo muerto. Creo que esto va a cambiar, ya lo está haciendo. El virus nos pilló en medio de algo, algo grande, con seguridad un Play Off apoteósico dispensador de infartos. Ahora llegan rumores de ascenso sin jugar y uno no sabe si alegrarse o entristecerse. No obstante, sería la guinda de extrañeza en la historia futbolística de esta ciudad; ¿por qué demonios todo lo que se hace aquí parece condenado a vivir en el esperpento y la locura? No me digan que no sería el colofón absurdo a veinte años delirantes.

ENSOÑACIÓN

casaencantada

Vivir en la casa de tu infancia debería estar prohibido. No sé a qué espera el gobierno para decretar algo al respecto aprovechando el tirón del estado de alarma. A los lugares de la infancia hay que volver en el crepúsculo de la vida de marino que pasó la juventud en el mar, como veterano de guerras lejanas o tras triunfar empresarial o artísticamente. Entonces te harán una entrevista porque eres importante, responderás que todo aquello era campo y que los rincones de la vivienda siempre te sirvieron de inspiración. La historia no luce igual cuando vuelves con treinta años, cuando la casa ni tú habéis envejecido lo suficiente y amadrigarte allí se interpreta como fracaso. Eres el que juega bien y pierde, la joven promesa truncada por una lesión injusta.

En este primer día de reclusión nos hemos puesto a meter cosas en cajas. Teníamos previstos unos pequeños cambios que se van a posponer. Rebuscar en fondos de armarios antiguos es comprar boletos que activen la ensoñación. Cualquier objeto perteneciente a un antiguo morador -unas cotidianas anotaciones en papel cuadriculado- la disparan inesperadamente. Y ahí están las existencias como si fueran capas de acetato transparentes u hojas de papel vegetal superpuestas. No son solamente los rastros de las personas en mi casa, ocurre también cuando miro por la ventana y observo la ciudad ahora vacía, mi antiguo colegio mudo y las plazas donde jugábamos al Empalme y al Mundialito. Puedo ver todas esas transparencias a la vez. Y eso es un problema porque, como ya he dicho, soy aún joven para que algo así me ocurra.

Han aparecido los restos de una maqueta recortable. “Construye esta Casa Encantada”. Y mientras, M. y yo tratando de adecentar nuestro lugar, un poco a nuestro gusto, tratando de ser lo más respetuoso posible con las personas que viven en acetatos diferentes, sabiendo que un lugar solo resulta acogedor para uno mismo. De esta casa encantada me acuerdo perfectamente porque me encantaba. Una de las cosas que me molestaba era que no todos los interiores estaban ilustrados. Eso fue un chasco; yo pensaba que si hundías el cúter en la mitad de la torre y abrías una pequeña ventanita podrías ver habitaciones secretas. Pero no, la ahorrativa lógica productiva solo previó que la casa se abriera por los lugares estipulados, así que solo dibujaron esos interiores y personajes. Tuve que ser un niño asqueroso, ahora que caigo. Un inconformista que necesitaba que toda la casa estuviese pintada, aunque no se viese. Quizás porque en la realidad sabemos que tras una pared nunca hay nada en blanco.

Aquella casa tuvo otro uso además del decorativo. Fue el elemento central sobre el que construíamos el circuito de Animal Race, nuestro juego de mesa refrito de Warhammer y Wacky Wheels, la copia del Mario Kart a la que andábamos enganchados. En este acetato vivimos todos a doscientos metros. Qué guay.

Vaya cosa rara ha salido hoy. Casi no he hablado de fútbol. Aunque la verdad es que ahora lo que más me apetecería es pegar un par de pelotazos, jugar a “ver quién la echa más alta”, al Empalme; dibujar con tiza la portería en la pared de ladrillo y que comenzara la gala de inauguración del Mundialito. Yo, Brasil.

PALO Y FUERA

palo y fuera

Hay cosas difíciles de imaginar. Un mundo sin capitalismo, por ejemplo, o tu vida con varios millones de euros en el bolsillo. Vivimos tiempos ultrasónicos que no nos permiten pensar. Como todo ocurre tan deprisa tenemos que ser rápidos para catalogarlo todo en un pestañeo, y solo nos valen ya dos columnas donde listar aquello que vemos, oímos, padecemos o disfrutamos. Todo es maravillo y espléndido, o penoso y censurable. Nuestra existencia transcurre entre obra maestra y fracaso absoluto, ya no hay grises, la complejidad de la vida resuelta en un tuit. Ya sé que el libro que se está leyendo es una basura o un incunable, puedo adivinar que su disco favorito de la semana es imprescindible o alimento para contenedor de plástico. Me imagino que su equipo no vale para la categoría o son Los 11 Fantásticos. Yo mismo no sé si marcharme de vacaciones a Manhattan o a las Viniegras.

Dicen que nos acostumbramos fácilmente a lo bueno, pero a mí, esto de ir a trece puntos del segundo me inquieta mucho. Me parece que estoy en un decorado que me han construido a mi medida. Voy al trabajo y la gente me pregunta sobre el partido del domingo; en la gasolinera, el operario y un cliente conversan sobre los cambios que el míster debió o no hacer. Hasta la panadera lleva un pin blanquirrojo en la solapa. ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Quién se mete en mi cabeza por las noches? Empiezo a pensar que el trabajador de la gasolinera y el cliente son actores que representan sus papeles a la perfección, hablando a voces con gran campechanía para que yo los escuche. Todo huele a chamusquina. No puede ser que esto esté ocurriendo. Todo es perfecto. Miro a mi alrededor y solo veo rostros amables con sonrisas de muñeco de ventrílocuo. Hay demasiada felicidad y eso no es bueno. Más aún, me parece hasta inmoral. Y peligroso. Tengo miedo a que nos pase como a los buzos que ascienden de las profundidades sin respetar los descansos y acabemos secos en la cubierta del barco. Me aterra la posibilidad de acomodarnos, de subestimar a la cosa esférica que rueda porque todos hemos contemplado sus maldades, hemos visto las consecuencias de sus caprichos, entendemos la metafísica del rebote.

No obstante, finjo bien. Miro la clasificación y hago una captura de pantalla. Es lo más bonito que he visto en mi vida tras Florencia y Siena. Sonrío y estoy contento de verdad. Solo hay una cosilla que no se me va de la cabeza y corre el riesgo de convertirse en pensamiento recurrente. Nos los estamos pasando tan bien que espero que Dios del Fútbol no sea demasiado cruel con nosotros. Espero que cuando el balón circule sin rumbo por nuestra área pequeña, atravesando la brisa de mayo en el minuto ochenta y nueve, se le olviden nuestros brindis y carcajadas, sufra un alzheimer súbito que le impida recordar nuestros pecadores tiempos felices y haga como si nuestro goce no hubiera existido nunca. Espero que cuando la pelota impacte en la frente de un delantero rival o en el culo de nuestro lateral derecho, en el talón de un central, y salga propulsada hacia nuestra portería, se levante de su trono celestial en el VAR supremo, alce un dedo y diga con su voz de caverna: palo y fuera.

MASCARADA

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El viernes por la noche me quedé en casa viendo la tele. Ahora debería decir que el teléfono recibió una ristra de súplicas de mis amigos para que me vistiera inmediatamente y saliera a quemar la noche. Pero no ocurrió nada. Nadie es imprescindible, pensé, mientras Bertín Osborne entrevistaba a Norma Duval en un salón inmenso. En otro canal debatían sobre La isla de las tentaciones, en La 2 ponían un policiaco español y en Teledeporte no daban ningún partido que sirviera de revulsivo. Norma Duval me emocionó cuando habló de la enfermedad de su hermana. Las enfermedades te ayudan a diferenciar lo fundamental de lo accesorio y son como las aficiones o los delanteros centro: los nuestros nos parecen muy malos y siempre preferimos los de otros equipos.

Norma comenzó a aburrirme cuando enseñó su palacio, y después la publicidad me remató. Con la peli empezada y Teledeporte de rally, tuve que utilizar el salvavidas de Instagram. Rápidamente algo me atrapó. Me froté los ojos, bloqueé y desbloqueé el móvil, pero aquello seguía allí. Como no lo vi venir, no pude ni apretar los dientes ni cerrar los ojos, protegerme del impacto en la sien que fue leer: McGol en las Gaunas.

No me cabrea ni me indigna esta vaina. Supongo que los contratos publicitarios contribuirán a pagar el sueldo del anhelado Delantero Definitivo 25G. También sospecho que McGol en Las Gaunas será alguna chorrada que harán en los descansos, como en la NBA, y a mí me ha recordado un poco al inicio de los Tiempos Oscuros. Qué le vamos a hacer si la mente me juega malas pasadas. Llámenme pueril -o paleto, directamente-, pero lo que más me gusta de la NBA son los escudos -¿se llaman así en baloncesto?-, las mascotas y la Kiss Cam. ¡Y las animadoras! Ahí van las pistas: blanquirrojo, mascota, animadoras. No hay que ser Poirot.

Toda decadencia empieza con un gran festejo. Suele ser desmedido y sobreactuado porque, más que fiesta, es mascarada. Los organizadores conocen la profundidad del pozo en el que se han metido, y la del hoyo del Logroñés de 1996 superaba a la Fosa de las Marianas. La directiva decidió berlusconizar un poquito el club para su presentación de la temporada 96/97 y así desviar la atención del dispendio. Recuerdo el desfile de majorettes brasileñas por República Argentina; ya en el campo el concierto de Cañita Brava, la vuelta al ruedo de Señor Gol -¡nuestra mascota!- acompañado de las Rioja Girls, el equipo de animadoras que se congeló durante la temporada en escenario construido debajo del marcador. Yo tenía doce años y aquel circo me parecía normal, en consonancia con las Mama Chicho y los Tal y Tal de la década. Contemplando cómo crecimos, no hemos salido ni tan mal, al cielo gracias. Antes envidiaba a los que son un poco mayores que yo y se criaron con la televisión crítica de La Bola de Cristal y todo eso. Me consuelo cuando los veo por ahí, sin rumbo, igual de idiotas que yo.

Hay que guardarse de los Tiempos Oscuros -es la última vez que lo escribo; quién sabe si podrían aparecer, como Candyman, de tanto repetirlo-. Y para prevenirse, primero hay que identificarlos. No es complicado; cuando vean las luces, los fuegos artificiales, el brillo de los Mercedes y las bailarinas, tensen los cuellos y tuerzan el morro. Bailen si quieren. Pero bailen sabiendo que lo importante se va por el desagüe.

LA MANO DERECHA

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A lo mejor todo tiene que ver con planos de la existencia. En la lejanía se adivina una final de la Supercopa de España; ayer el Logroñés echó al Cádiz en Las Gaunas tras una tanda de penaltis corriente, es decir, cruel y asquerosa. A casi siete mil kilómetros de Yedda, la vida sigue con sus colas en las taquillas y sus bocadillos al descanso; ayer enseñó un poco de cacha para que nos confiemos, para que creamos que sí, que los planos a veces convergen y que se puede alcanzar la ansiada intersección. Que podemos ser la equis. La realidad es que en el recién estrenado 2020 nada parece que vaya a converger, ni futbolística ni política ni socialmente.

En la siguiente ronda puede que nos toque un primera de competición europea. Tenemos en torno a un cincuenta por ciento de posibilidades de conocer a un extraterrestre. Los extraterrestres viven en Primera División y son muy inaccesibles, acostumbran a esconderse, a la vista de todos, detrás de varios dedos de cristal blindado, rodeados por un foso con cocodrilos. Todo el rollo este de converger no les va mucho y prefieren relacionarse con marcianos de distintos colores, pero igual de brillantes que los suyos. Por eso odian la Copa. Si por ellos fuera jugarían una pachanga sin fin en el Parque de los Príncipes u Old Trafford, donde no llegaran los molestos segundas B de ciudades sin glamour. A lo mejor ya ni eso, y preferirían Miami o Abu Dhabi, directamente. La Copa es la única manera que tienen los terrícolas de conocerlos; quizás sea el último rescoldo de lo llamado -peligrosamente- fútbol de antaño.

¿A quién no le gustaría que un extraterrestre le sacara a bailar, aunque solo fuera una noche? Para las personas que te miden según tus compañías, esto es importantísimo. Que vengan el Madrid o el Barça es algo crucial. Salir en la foto con alguien poderoso te otorga prestigio, claro, incluso puede que algo se pegue. Me recuerda a la cantidad de personas que dicen conocer a la mano derecha de un antiguo presidente de la Comunidad, del gerente de una gran empresa que trincó en los noventa, de algún consejero regional, del alcalde de tu pueblo, del fuerte independientemente de la escala. En un país con más nobles que vasallos no es de extrañar que ocurra algo así, lo que me sorprende es que no exista aún un grado o licenciatura con ese nombre. Lo teníamos tan cerca de los morros que no lo veíamos. Estudiar para ser Mano Derecha. El futuro.

Uno de mis momentos preferidos de la pasada década lo protagonizó Pablo Infante, héroe del Mirandés, y tuvo que ver con la Copa precisamente. Podría contar sus muchas virtudes futbolísticas -quedó pichichi de la competición aquel año- porque lo hemos sufrido como rival; sin embargo, lo que me fascina no se relaciona con nada técnico. Un reportero lo entrevistó brevemente después de que los burgaleses perdieran la semifinal contra el Athletic en San Mamés. El periodista, con la condescendencia del pijo de la capital hacia el pueblerino, hizo una apreciación sobre la magnificencia del contexto, la Catedral rugiendo por su pase a la final. Vaya fiesta, ¿no? Merece la pena también vivir esto, se le ocurrió decir, esperando a que el pobre diablo asintiera y dijera que sí, que estaba encantadísimo de pisar el césped vizcaíno. Entonces, Infante -sosteniendo el balón, mirando al frente, visigótico-, respondió la siguiente maravilla: Bueno, fiesta para ellos, que han ganado.

A ver si la siguiente fiesta la celebramos nosotros.

GRABANDO AUDIO

audio

«Indio, acabo de ver la nueva de Star Wars. ¿Te acuerdas de lo que te dije? Pues nada, no he cumplido, no me he aguantado. Hasta he venido en coche, con lo que me gusta conducir, ya ves. Sé que te la suda esto, pero me da igual, me tengo que desahogar con alguien; Lucía odia Star Wars. Es tristísima la vida, Indio, qué te voy a contar. Estoy parado en un área de servicio, a oscuras; lo mismo me dan el palo por culpa de este mamón de Abrams, y no me estaría mal, por bobo, por confiar de nuevo en el miserable que me la clavó con Perdidos; qué podía esperarse de este tipejo. Pero no puedo seguir conduciendo, me tiemblan las piernas y llueve tanto que no veo nada. Esta vez no me han gustado ni las letras amarillas. ¿Cómo puede ser que en la primera puñetera frase del texto ya aparezca lo que todos sospechábamos desde 2015? El puto Emperador, no me jodas. Y encima aparece en el minuto tres de la peli; báilalo si puedes. Mira. Yo, al Snoke, el Emperador de marca blanca, no me lo creí ni por un momento; para eso prefiero al de toda la vida, con sus rayos y tal. No sé, me lo esperaba, pero necesito un poco de adorno; aunque se vea venir, pónmelo bonito, mírame a los ojos mientras me engañas, hazlo bien. Pues nada, tío, como si fuéramos imbéciles. Así nos tratan. Nos dicen: sois bobos. Y como sois bobos, os vamos a explicar todo, para que no os perdáis por el camino, bobos, más que bobos. No sé ni por dónde empezar. Ha hecho buenas a las tres de Lucas. La amenaza fantasma es cine de autor al lado de este esperpento; la segunda trilogía pasaría por obra de Scorsese, Chabrol o Godard. Me he reconciliado con Lucas. Aquí, en la soledad del extrarradio industrial de una ciudad de provincias y con varios coches con cristales empañados como testigos, entono el mea culpa. Pido perdón al Creador, al mayor genio que ha dado la historia tras Gutenberg y los que inventaron las gafas y la mayonesa. Creo que voy a peregrinar hasta su rancho como penitencia por no haber creído, por insultarle tanto durante mi adolescencia, por abjurar del que dio sentido a mi vida. Perdona, George, porque he pecado, he pecado muchísimo. Te odié por cosillas de nada, por Jar Jar Binks, por Hayden Christensen, pero ¿quién soy yo para juzgarte? ¿Quién está libre de culpa? Ha sido asqueroso, Indio. Es tan trepidante que no da tiempo a profundizar. ¿Cómo vas a querer a estos personajes si los pobres siempre están danzando por ahí, no tienen ni un segundo de respiro para que nos miren a la cámara o conversen? Un guion sin chispa ni magia con los actores repitiendo la misma frase hasta que se nos imprima en el cerebro. Ni siquiera vale como espectáculo visual, porque todos los planos están tan abigarrados de mierdas en 3D mientras la cámara vuela modo anfetamina on, que es imposible admirar nada porque no nos dejan tiempo. Podrían cambiar los destructores por Corsas y no nos enteraríamos. No hay reposo, Indio, y nada te puede calar sin descanso. Tu cerebro no procesa las cosas. Así como el vídeo de nuestra comunión no es cine, esto tampoco. El cine es espacio tiempo, saber dominarlo, estirarlo, acelerarlo para provocar sensaciones. La mítica secuencia de 3PO y R2 caminando por Tatooine dura dos minutos y medio. Dos putos minutos y medio de puro cine; no creo que ni los créditos de la nueva duren tanto. Lucas filma a dos latas parlantes rodeadas de arena y nos da la sensación de que Tatooine, efectivamente, es un lugar inhóspito. Ahora la peña va por los sitios como si fueran decorados, entran y salen de atolladeros entre plano y plano. Sin pausa no puede haber profundidad y sin profundidad, nada memorable. Lucas fabricó imágenes y diálogos para la posteridad entre 1977 y 1983: la que te digo de 3PO y R2, el binary sunset, donde Luke decide que abandonará su planeta y familia para siempre -36 segundos donde solo hacen falta la expresión de Mark Hammill y a Williams para que lo entendamos; ahora saldría un androide que nos lo explicaría, porque somos bobos-,  el Te amo – Lo sé de Han y Leia, que los pelos me atraviesan el jersey cada vez que lo veo, el final de Una nueva esperanza, con esa entrada de música de boda que me sigue emocionando como cuando tenía diez años, la traición de Lando en la Ciudad de las Nubes, 3PO levitando en el trono como rey de los ewoks, el su carencia de fe resulta molesta… De esto último incluso se han permitido un homenaje salchichero y burdo, a años luz de la elegancia del original. No hay nada. Nos intentan distraer con monadas para ocultar que todo es un vacío de la hostia, pero se ve el truco. Solo me ha gustado el robot nuevo, el secador con ruedas, y el traje de la traficante de especias. ¡Y no te lo pierdas! En un corrillo a la salida del cine, va uno y me dice que soy un amargado que no sabe disfrutar; un tipo con la camiseta de Star Wars, medio disfrazado. Tócate los cojones. Que vivo en el pasado, que soy un nostálgico. Solo existe el pasado, ¿dónde quiere que viva este gilipollas? ¿En el futuro? Casi me pego por primera vez. En fin, Indio, te dejo en paz ya. Pero ahora sí que sí, me bajo del tren. Al Mandalorian no le voy a dar ni una oportunidad. Te lo prometo. Como me llamo Sanse».

SATÁNICA

pentáculo

Se sorprendió al ver a Sanse más delgado y elegante, con la barba recortada, delineada perfectamente, con un polo liso sin logotipos death metal ilegibles ni fotogramas de La matanza de Texas, sin rostros de Hannibal Lecter o Jack Torrance. Donde Indio esperaba una raspa de sardina devorada por los quinientos gatos de la fábrica, encontró a un tipo normal en obras. Se alegró melancólicamente; Sanse sobrevivía en el ring, inesperada buena noticia. Pero Sanse creció en cautividad voluntaria; y esos ejemplares no se adaptan bien a la naturaleza salvaje.

—Yo le debo la vida a la zonificación de los colegios públicos. Si hubiera ido a otro centro, habría muerto casi seguro. Tuve la suerte de que mis viejos no pudieran elegir; porque Indio no hay más que uno. Este hijo de puta que tienes aquí delante me salvó.

—Joder, Sanse, me vas a hacer llorar.

—Tranquilo, Rambo —Sanse dio un sorbo a la copa de vino.

Lucía escuchaba con interés. En su día le dieron como a una estera. Indio notaba su recelo y las trazas de otaku, de inadaptada, de superviviente. No iba de Sailor Moon al banco porque no le dejaban.

—Así que eras el defensor de los frikis. La gente como tú suele pisotearnos.

Sanse saltó:

—Ojo, Luci, que si te metes con él se activa un entramado de alianzas milenarias y voy también a la guerra.

—Una vez conocí a un salvador —Miró fijamente a Indio—. Ocurrió en mi pueblo. Este chico me gustaba mucho, era de los pocos que no me tiraba piedras ni me llamaba guarra. Imagínate a una tonta de trece años, completamente enamorada de la única persona que le había tratado bien. Un día me citó al lado de la carretera de entrada. Me extrañó que hubiera más chavales, casi estaba medio pueblo allí. Me dijo que íbamos a jugar a un juego. Visto ahora parece increíble que accediera, pero recuerda que yo me fiaba de él al cien por cien. Cogieron una soga y me ataron a una farola. Yo me reía porque no sabía de qué iba aquello y el resto de chicos y chicas se mostraban muy amables. Me ataron muy fuerte entre varios, no me podía mover. Aprovechó todo el mundo para insultarme y pegarme, para meter la mano por debajo de la blusa y de la falda. Barra libre. Yo buscaba a mi amigo entre la multitud. Se había esfumado. No tuvo huevos a quedarse. Él solo fue un instrumento, un peón de todos los niños del pueblo. Y había adultos que miraban desde la ventana, te lo juro. Me rescató el cura. Luego me hice satánica. Ya ves, Indio, voy a ser tu hueso —Le guiñó el ojo—. Pero antes dame lo mío.

Indio sacó un chivato lleno de verde y se lo pasó.

—Asqueroso poblacho de mierda —Abrió el paquete y se lo acercó a la nariz—. A ver si se anima Trump y lo bombardea de una puta vez

ROBSON

robson

En octubre de 1996 Ronaldo Nazário se convirtió en figura mundial tras marcar uno de los goles de la década en el Multiusos de San Lázaro. La gesta es bien conocida: el brasileño agarra la pelota en la línea divisoria y se zafa de todos los rivales compostelanos, que le agarran de la camiseta y le emparedan sin evitar el tanto memorable. Tenía veinte años.

He visto millones de veces el vídeo, creo que en su día incluso en directo; en 1996 yo tenía doce años y es año par, esos se recuerdan bien; Eurocopa de Inglaterra, la anfitriona despacha a España en los penaltis, Alemania campeona. He vuelto a ver la jugada, decía. A veces me da por buscar jugadas que me vienen a la cabeza sin ton ni son. De repente se me aparece René Higuita y me pide que le de un pase a su escorpión en Wembley o Jorge Campos, con su pinta de dibujo animado, suplicándome que no me pierda una parada suya, o me apetece volver a tragarme la gravesinha, que una vez al año no viene mal según los mejores médicos. Pues ayer se me apareció Ronaldo, el mejor delantero del mundo cuando era flaco y rápido y también después, con las rodillas en escabeche y cincuenta kilos más. Tecleo gol ronaldo compostela.

Lo que me llama la atención hoy no es la potencia de Ronaldo ni su habilidad para driblar ni su velocidad ni su técnica. No es la plasticidad ni la belleza. Me centro en lo que viene después de la celebración y de la repetición. Son pocos segundos a cámara lenta. El objetivo capta a Bobby Robson un instante después de levantarse del banquillo. Alza las manos para celebrar el gol, pero se las lleva sobre la cabeza y te das cuenta de que no está celebrando nada. Es un gesto de desconcierto puro, de estupefacción espontánea, es la necesidad de moverse sin saber qué hacer porque el cuerpo te lo dicta mediante impulsos nerviosos. Robson se gira hacia la grada compostelana, sujetándose la cabeza, buscando la complicidad del público que viste otros colores. Es una mirada infantil imposible de fingir. Yo tampoco había visto esto nunca, parece decir, se excusa por el talento de otro. Luego se queda pensativo caminando en paralelo a la línea de banda. Procesando lo que acaba de contemplar. Tenía sesenta y tres años.

Explicar por qué me gusta el fútbol sería muy aburrido y tendría que pensar mucho o pagar un psicoanalista. Creo que siempre sorprende. Adivinen a qué se parece. Es la vacuna contra los que lo han visto y están de vuelta de todo. Desdice a aquellos que han atrancado las puertas porque tienen miedo, a los convertidos en monumentos graníticos, burócratas de la pasión. A los que nada los mueve y todo les parece lo mismo, la vida y el fútbol les llevará siempre la contraria. Ni yo ni muchos de ustedes podremos ser ya Ronaldo; los veinte años son un puntito en el retrovisor y del talento mejor ni hablemos. Pero sí podemos ser Robson y asombrarnos ante la virtud, ante algo nuevo que nos rompa los esquemas. Robson, durante esos instantes de 1996, encarna una vertiente de lo humano. Y no podemos no ser humanos.

EL NEWCASTLE DEL SUR

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Cuatro amigos contestan mal las preguntas de un examen de inglés. Podría ser la imagen habitual en cualquier clase de tercero de la ESO de la península, pero durante la primavera de 1999, confundir adrede el was con el were y olvidarse súbitamente de la lista de verbos irregulares formaba parte de un plan que garantizara nuestra supervivencia. Nos íbamos en verano tres semanas al sur de Inglaterra -habían dicho los viejos- y en nuestros cerebros quinceañeros aquello sonaba a veintiún gloriosos días en una tierra extraña, a aventura y adrenalina, a ficción maravillosa que todo viaje supone. Sonaba a todo menos a estudiar inglés. Cuando nos comunicaron que existía una prueba de nivel que determinaría la clase a la que asistiríamos, todo se vino un poco abajo. No tuvimos más remedio que hacerlo; no podíamos arriesgarnos a quedar aislados cada uno en un aula, como islotes, había que estar todo el rato juntos, en plan piña. Es ridículo y estúpido. Entonces nos pareció una idea brillante: contestar todo al revés para que nos pusieran en elementary. Podría considerarse el acta fundacional del Newcastle del Sur, fugaz club veraniego.

Un par de años antes de ese embrollo me había comprado una camiseta del Newcastle. Era la moda de los clubes extranjeros apuntalada por El Día Después, nuestra ventana al -entonces- exótico fútbol europeo, además de complemento del sistema educativo; a él le debo prematuros conocimientos geográficos. Por ejemplo, sé que Sunderland es una ciudad industrial del norte de Inglaterra, que el equipo de Gelsenkirchen -población minera alemana situada en la cuenca del Rhur- se llama Schalke 04 o que en Trondheim -tercera ciudad noruega más poblada- animan al Rosenborg. Nos hacíamos de los equipos según desfilaban por la tele los lunes por la tarde. A mí me habían seducido la rosa del escudo del Blackburn Rovers y el enhiesto cuello de la camisa de Cantoná; sin embargo, el influjo decisivo lo ejerció Shearer celebrando goles con el puño en alto. Me hice del Niuca  -le digo así, como si fuera urraca de nacimiento- y yo, mi camiseta y mis tres amigos nos fuimos al pueblecito inglés.

En el sur el Newcastle no tenía tirón. «Si te pones la camiseta, lo más seguro es que te peguen», me habían avisado, «por español, latino o por fan de un equipo norteño». Por lo que sea. El Newcastle del Sur, en sus veintiún días de vida, no se clasificó para UEFA ni Champions; peleó por la permanencia a base de alcohol de licorería casi clandestina que trasegaba junto a sus amigos -clubes hermanados- en un césped cercano a una marisma. Los cuatro se emborracharon, rieron y se enamoraron de la misma chica, que iba al edificio de los listos, o por lo menos de los que hicieron el examen bien. Española, obviamente; «las inglesas son superfeas», había anotado el Newcastle del Sur en su cuaderno de bitácora, se lo había dicho un explorador previo. Pero estaba Miss Williams. Miss Williams era una profesora joven, Miss Williams era inglesa, Miss Williams era guapa. El Newcastle del Sur aprendió así a cuestionar las fuentes.

La permanencia se logró. A pesar de que la chica española no se fijara en el Newcastle del Sur y de que Miss Williams no le llevase nunca en su Mini. La camiseta blanquinegra cosechó algún exiguo triunfo; una ciudadana británica, al verme con ella puesta, se levantó la suya al grito de ¡njuːˈkæsəl!, y la mujer que amadrinó a uno de mis colegas nos hizo una pizza mientras se preguntaba qué demonios hacía un adolescente idiota con la cami del equipo de su pueblo. Quiero pensar que si no se hubiera emocionado al ver las rayas blancas y negras nunca la hubiera hecho. Era una mujer triste. Nos dijo que ella nació en el norte, pero que llevaba muchos años allí. Nos enseñaba fotos de un hombre joven, vestido de piloto frente a un caza.

I miss my husband, I miss my town. Esto no lo dijo, pero lo pensaba.   

QUÉ BONITO SERÍA

vermú

—Mira, Ceci, no te pierdes nada. Piensas que mi vida es apasionante porque hago lo que quiero; todo el rollo ese de mujer liberada y tal. Es un espejismo; una no puede ideologizar todas las decisiones que toma porque muchas veces son casuales, no hay una reflexión previa; es una trampa para sentirte mejor y darte profundidad, además de una coartada a la que agarrarse si la cagas. Estás mal con Dani, tienes la sensación de que te apagas mientras veis Netflix en el sofá o cuando vas de esta puta oficina al puto gimnasio y luego a tu puta casa. Eso no es vivir, piensas, y a lo mejor es verdad. Quieres ser como yo, dices; y yo quiero ser como tú. Lo que es la vida.

—No es eso. Es que ya no me divierto con nada. Mi mundo es muy pequeño.

—Yo soy la juerga flamenca, no te jode. Dani es un tío de puta madre, un poco gilipollas, pero quién no lo es. Porque tú, Ceci, cariño, eres tonta perdida, perdona que te diga.

—Qué boba. Si te va a gustar al final; todo tuyo.

—Ni hablar. Lo que quiero decir, que me explico fatal, es que entiendo tu vacío. Te parece que todos llevan una vida de ensueño, que son superindependientes y modernos y que tú, que llevas con Dani desde el blanco y negro, eres más antigua que un coche de caballos. Para empezar, eso es todo mentira, basura trituradora de personas, que no te coman la cabeza. Porque tú, Ceci, cariño, no te quieres convertir en un resto, ¿verdad? Te lo dice el resto número uno, el MegaSuperFósil. Por ahí estamos ya los del segundo y tercer pase de la película. Nos reconocemos y hablamos y hacemos como que no la hemos visto. Alguno dice que no quiere volver a verla, pero ahí está; es como ir al cine y taparse los ojos. Me hace gracia porque hay pelis que cuanto más las veo, más me gustan. Aunque me sepa el final. Y las cosas no han cambiado tanto Ceci, lo que pasa es que no te acuerdas: los que valen se intuyen a lo lejos, son como dibujos borrosos; y los tontos la siguen teniendo grande. Qué desgracia. Y vamos ya para adentro, que vendrá el Cabeza Yunque a tocar los cojones con lo del tabaco. Pensándolo mejor, igual me apunto a un tratamiento de esos que usan para volver heteros a los gays, pero al revés. Lo felices que íbamos a ser, Ceci, cariño, fumando y charlando como cotorras por todo el mundo, de vermú hasta que la diabetes nos entierre gordas como truenos. Qué bonito sería.