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ENSOÑACIÓN

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Vivir en la casa de tu infancia debería estar prohibido. No sé a qué espera el gobierno para decretar algo al respecto aprovechando el tirón del estado de alarma. A los lugares de la infancia hay que volver en el crepúsculo de la vida de marino que pasó la juventud en el mar, como veterano de guerras lejanas o tras triunfar empresarial o artísticamente. Entonces te harán una entrevista porque eres importante, responderás que todo aquello era campo y que los rincones de la vivienda siempre te sirvieron de inspiración. La historia no luce igual cuando vuelves con treinta años, cuando la casa ni tú habéis envejecido lo suficiente y amadrigarte allí se interpreta como fracaso. Eres el que juega bien y pierde, la joven promesa truncada por una lesión injusta.

En este primer día de reclusión nos hemos puesto a meter cosas en cajas. Teníamos previstos unos pequeños cambios que se van a posponer. Rebuscar en fondos de armarios antiguos es comprar boletos que activen la ensoñación. Cualquier objeto perteneciente a un antiguo morador -unas cotidianas anotaciones en papel cuadriculado- la disparan inesperadamente. Y ahí están las existencias como si fueran capas de acetato transparentes u hojas de papel vegetal superpuestas. No son solamente los rastros de las personas en mi casa, ocurre también cuando miro por la ventana y observo la ciudad ahora vacía, mi antiguo colegio mudo y las plazas donde jugábamos al Empalme y al Mundialito. Puedo ver todas esas transparencias a la vez. Y eso es un problema porque, como ya he dicho, soy aún joven para que algo así me ocurra.

Han aparecido los restos de una maqueta recortable. “Construye esta Casa Encantada”. Y mientras, M. y yo tratando de adecentar nuestro lugar, un poco a nuestro gusto, tratando de ser lo más respetuoso posible con las personas que viven en acetatos diferentes, sabiendo que un lugar solo resulta acogedor para uno mismo. De esta casa encantada me acuerdo perfectamente porque me encantaba. Una de las cosas que me molestaba era que no todos los interiores estaban ilustrados. Eso fue un chasco; yo pensaba que si hundías el cúter en la mitad de la torre y abrías una pequeña ventanita podrías ver habitaciones secretas. Pero no, la ahorrativa lógica productiva solo previó que la casa se abriera por los lugares estipulados, así que solo dibujaron esos interiores y personajes. Tuve que ser un niño asqueroso, ahora que caigo. Un inconformista que necesitaba que toda la casa estuviese pintada, aunque no se viese. Quizás porque en la realidad sabemos que tras una pared nunca hay nada en blanco.

Aquella casa tuvo otro uso además del decorativo. Fue el elemento central sobre el que construíamos el circuito de Animal Race, nuestro juego de mesa refrito de Warhammer y Wacky Wheels, la copia del Mario Kart a la que andábamos enganchados. En este acetato vivimos todos a doscientos metros. Qué guay.

Vaya cosa rara ha salido hoy. Casi no he hablado de fútbol. Aunque la verdad es que ahora lo que más me apetecería es pegar un par de pelotazos, jugar a “ver quién la echa más alta”, al Empalme; dibujar con tiza la portería en la pared de ladrillo y que comenzara la gala de inauguración del Mundialito. Yo, Brasil.