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ROBSON

robson

En octubre de 1996 Ronaldo Nazário se convirtió en figura mundial tras marcar uno de los goles de la década en el Multiusos de San Lázaro. La gesta es bien conocida: el brasileño agarra la pelota en la línea divisoria y se zafa de todos los rivales compostelanos, que le agarran de la camiseta y le emparedan sin evitar el tanto memorable. Tenía veinte años.

He visto millones de veces el vídeo, creo que en su día incluso en directo; en 1996 yo tenía doce años y es año par, esos se recuerdan bien; Eurocopa de Inglaterra, la anfitriona despacha a España en los penaltis, Alemania campeona. He vuelto a ver la jugada, decía. A veces me da por buscar jugadas que me vienen a la cabeza sin ton ni son. De repente se me aparece René Higuita y me pide que le de un pase a su escorpión en Wembley o Jorge Campos, con su pinta de dibujo animado, suplicándome que no me pierda una parada suya, o me apetece volver a tragarme la gravesinha, que una vez al año no viene mal según los mejores médicos. Pues ayer se me apareció Ronaldo, el mejor delantero del mundo cuando era flaco y rápido y también después, con las rodillas en escabeche y cincuenta kilos más. Tecleo gol ronaldo compostela.

Lo que me llama la atención hoy no es la potencia de Ronaldo ni su habilidad para driblar ni su velocidad ni su técnica. No es la plasticidad ni la belleza. Me centro en lo que viene después de la celebración y de la repetición. Son pocos segundos a cámara lenta. El objetivo capta a Bobby Robson un instante después de levantarse del banquillo. Alza las manos para celebrar el gol, pero se las lleva sobre la cabeza y te das cuenta de que no está celebrando nada. Es un gesto de desconcierto puro, de estupefacción espontánea, es la necesidad de moverse sin saber qué hacer porque el cuerpo te lo dicta mediante impulsos nerviosos. Robson se gira hacia la grada compostelana, sujetándose la cabeza, buscando la complicidad del público que viste otros colores. Es una mirada infantil imposible de fingir. Yo tampoco había visto esto nunca, parece decir, se excusa por el talento de otro. Luego se queda pensativo caminando en paralelo a la línea de banda. Procesando lo que acaba de contemplar. Tenía sesenta y tres años.

Explicar por qué me gusta el fútbol sería muy aburrido y tendría que pensar mucho o pagar un psicoanalista. Creo que siempre sorprende. Adivinen a qué se parece. Es la vacuna contra los que lo han visto y están de vuelta de todo. Desdice a aquellos que han atrancado las puertas porque tienen miedo, a los convertidos en monumentos graníticos, burócratas de la pasión. A los que nada los mueve y todo les parece lo mismo, la vida y el fútbol les llevará siempre la contraria. Ni yo ni muchos de ustedes podremos ser ya Ronaldo; los veinte años son un puntito en el retrovisor y del talento mejor ni hablemos. Pero sí podemos ser Robson y asombrarnos ante la virtud, ante algo nuevo que nos rompa los esquemas. Robson, durante esos instantes de 1996, encarna una vertiente de lo humano. Y no podemos no ser humanos.

AL MUÑECO

al muñeco

1

Son cuatro palabras: solo contra el portero. Ahora el término más extendido para designar la situación es mano a mano, pero yo sigo llamándola de la manera antigua, que tiene sabor a western clásico; ese solo añade el dramatismo y épica necesarios para ilustrar un trance del juego donde las pulsaciones se disparan, el agua se congela y los lácteos se cortan. Mano a mano no me transmite la gravedad del momento, la tragedia que envuelve a un jugador de campo enfrentándose a ese marciano que puede tocar la pelota con las manos. La locución incluso tiene una acepción que significa en familiaridad o en compañía. No. Estar solo en un deporte colaborativo como es la vida suele ser una putada. Lo sabe bien cualquier entrenador cuando a su defensa le hacen el dos para uno.

2

Solo es la ausencia de compañía, supone correr detrás de la pelota sabiendo que no puedes esperar a que ningún amiguito llegue a tiempo a sacarte las castañas del fuego o a fallar por ti, es preguntarte por qué te ha tocado la china de tener que llevar esa mierda que rueda en ese preciso momento, tú que eres lateral derecho y no has estudiado para ello. Es el fatum latino más básico (después de los penaltis), ¿qué determinará la fuerza oscura? ¿Clímax o depresión? Sabes qué mieles esperan a los héroes; si la bola empuja las redes, de paso también impulsará la exigua natalidad de este envejecido terruño, provocará que el Consejo de Ancianos de Preferencia, los del pañuelo más rápido a este lado del río, se alcen de la poltrona con la cadera convaleciente para jalearte, endulzarás la semana de la tribu hasta el domingo siguiente, cuando el polvo que levante el autocar de los mamones de la cueva de al lado empañe otra vez el horizonte.

3

¡Solo! te gritan tus compañeros por si aún no te habías dado cuenta de que en ese preciso instante lo eres todo. ¡Solo! rugen los que aún no están mordiéndose la bufanda o demasiado concentrados en mantener a raya los esfínteres y la vejiga en la grada. ¡Solo! canta el coro de niños recogepelotas, en pie a punto de sacarse el peto fosforito y lanzarlo por los aires. ¡Solo! grita tu abuela difunta en la foto del viaje de novios a Madrid. ¡Solo! te avisan los quintos de tu tío desde una instantánea tomada en El Aaiún en 1960. ¡Solo! como un grito cósmico estremecedor que atraviesa la Vía Láctea.

4

El portero, ese bastardo. Ahí está, siempre parece imperturbable, parece saber algo que tú desconoces. ¿Utilizará algún truco de telepatía que le enseñó un antiguo entrenador soviético? Recuerdas las palabras del tótem Ronaldo Nazario. Meter gol es fácil; solamente hay que poner el balón en el sitio contrario al que se va a tirar el portero. Estás cada vez más cansado, ya casi no distingues nada, tu corazón ha batido el récord de pulsaciones. ¡Lástima que en París no entreguen el Coeur D’Or! ¡Este año que te iba a votar todo el mundo! Cargas la pierna para pegarle fuerte, da igual dónde, pero por lo menos que vaya fuerte.

5

Le das al muñeco. Toda tu vida representada en décimas de segundo, tus difuntos pendientes de ti y tú vas y le pegas al muñeco. Al hombro. ¿O ha sido en el muslo? ¿Quizás la pelota impactó en el vientre del portero? ¿En su entrepierna? ¿En la cara? ¿Le dio de refilón a una de sus orejas desviando lo justo la trayectoria? Ha sido tan rápido que ni te has percatado. Te llevas las manos detrás de la nuca. Sabes que la has tenido. Esperas que los del pañuelo, que ya vuelven a ser monarcas sedentes, se apiaden de ti y no te silben mucho.