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LA MISIÓN

segunda

Johnny Rotten pronunció una de las definiciones de vida más precisas. Él hablaba de “caos levemente organizado”, un cúmulo de circunstancias más o menos entendibles que permiten que un autobús pase cada quince minutos por la misma parada. No sabemos bien por qué ocurre eso realmente, por qué las cosas funcionan; todos hemos trabajado en lugares que se encontraban a un segundo de venirse abajo, pero ahí seguían, erguidos incomprensiblemente. Quizás la naturaleza de la vida sea esa: caminar por el cable a punto de caer al vacío. Cualquier corriente de aire inesperada -un desamor, un despido, una enfermedad, una pérdida- puede precipitar un descenso exprés sin promoción.

Ahora podríamos decir que vivimos en un caos perfectamente organizado. Nadie sabe nada, esa es la verdad, o al menos la impresión que da. Confiamos en no coger el bicho e infectar a otros o, si no nos queda más remedio que convivir con él, que sea por poco tiempo. Básicamente esperamos que el virus no les coja cariño a nuestros pulmones. Y poco más podemos hacer, me temo, desde nuestras casas. Solo aguardar a que nuestros pueblos dejen de parecer Silent Hill, y desear ánimo y suerte a nuestros familiares y amigos. Suerte para evitar subir al necromarcador electrónico.

Resulta que, en medio del tornado infeccioso, a lo mejor ascendemos a Segunda. Si el habitual barullo de leyes, decretos, recomendaciones, obligaciones, subvenciones, subsidios son galimatías redactados mal adrede para que no entendamos nada, la ristra de publicaciones extraordinarias desde que se inició el estado de alarma se estudiará en Oxford o Harvard o donde hagan estas cosas. Y habrá un monográfico especial sobre fútbol. Estos días no me he interesado por el balón. Yo daba la temporada por suspendida; esto nos ha superado, hay que ser realistas. Pero el fútbol se resiste a morir; al menos su faceta administrativa y económica, que tiene sus propios galimatías, decretos y recomendaciones.

El otro día vi una entrevista online al míster Sergio Rodríguez, la colgó un colega en el grupo de WhatsApp del fútbol. Rodríguez es un tipo con una misión, una historia. Y eso me chifla. Quiere devolver al “equipo de mi tierra” al fútbol profesional. Seguramente me equivoque, pero creo que tiene una espina clavada desde chaval, un sentimiento de orfandad deportiva desde que marchó a San Sebastián a raíz del descenso del Logroñés a Tercera (creo que fue así, ya ni me acuerdo). Luego volvió como jugador a una casa parecida a la suya, a un club nuevo que se asemeja al que perteneció, que viste igual, pero es diferente, donde colgó las botas e inició su carrera como entrenador. Es el soldado que regresa a casa después de la guerra, descubre que su esposa ha muerto, y se casa con la hermana para enfrentar lo que venga. Sergio es de este equipo. Y eso es el alma, amigo.

Durante muchos años fue muy complicado explicarle a la gente que eras de un equipo insignificante. De un equipo muerto. Creo que esto va a cambiar, ya lo está haciendo. El virus nos pilló en medio de algo, algo grande, con seguridad un Play Off apoteósico dispensador de infartos. Ahora llegan rumores de ascenso sin jugar y uno no sabe si alegrarse o entristecerse. No obstante, sería la guinda de extrañeza en la historia futbolística de esta ciudad; ¿por qué demonios todo lo que se hace aquí parece condenado a vivir en el esperpento y la locura? No me digan que no sería el colofón absurdo a veinte años delirantes.

PALO Y FUERA

palo y fuera

Hay cosas difíciles de imaginar. Un mundo sin capitalismo, por ejemplo, o tu vida con varios millones de euros en el bolsillo. Vivimos tiempos ultrasónicos que no nos permiten pensar. Como todo ocurre tan deprisa tenemos que ser rápidos para catalogarlo todo en un pestañeo, y solo nos valen ya dos columnas donde listar aquello que vemos, oímos, padecemos o disfrutamos. Todo es maravillo y espléndido, o penoso y censurable. Nuestra existencia transcurre entre obra maestra y fracaso absoluto, ya no hay grises, la complejidad de la vida resuelta en un tuit. Ya sé que el libro que se está leyendo es una basura o un incunable, puedo adivinar que su disco favorito de la semana es imprescindible o alimento para contenedor de plástico. Me imagino que su equipo no vale para la categoría o son Los 11 Fantásticos. Yo mismo no sé si marcharme de vacaciones a Manhattan o a las Viniegras.

Dicen que nos acostumbramos fácilmente a lo bueno, pero a mí, esto de ir a trece puntos del segundo me inquieta mucho. Me parece que estoy en un decorado que me han construido a mi medida. Voy al trabajo y la gente me pregunta sobre el partido del domingo; en la gasolinera, el operario y un cliente conversan sobre los cambios que el míster debió o no hacer. Hasta la panadera lleva un pin blanquirrojo en la solapa. ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Quién se mete en mi cabeza por las noches? Empiezo a pensar que el trabajador de la gasolinera y el cliente son actores que representan sus papeles a la perfección, hablando a voces con gran campechanía para que yo los escuche. Todo huele a chamusquina. No puede ser que esto esté ocurriendo. Todo es perfecto. Miro a mi alrededor y solo veo rostros amables con sonrisas de muñeco de ventrílocuo. Hay demasiada felicidad y eso no es bueno. Más aún, me parece hasta inmoral. Y peligroso. Tengo miedo a que nos pase como a los buzos que ascienden de las profundidades sin respetar los descansos y acabemos secos en la cubierta del barco. Me aterra la posibilidad de acomodarnos, de subestimar a la cosa esférica que rueda porque todos hemos contemplado sus maldades, hemos visto las consecuencias de sus caprichos, entendemos la metafísica del rebote.

No obstante, finjo bien. Miro la clasificación y hago una captura de pantalla. Es lo más bonito que he visto en mi vida tras Florencia y Siena. Sonrío y estoy contento de verdad. Solo hay una cosilla que no se me va de la cabeza y corre el riesgo de convertirse en pensamiento recurrente. Nos los estamos pasando tan bien que espero que Dios del Fútbol no sea demasiado cruel con nosotros. Espero que cuando el balón circule sin rumbo por nuestra área pequeña, atravesando la brisa de mayo en el minuto ochenta y nueve, se le olviden nuestros brindis y carcajadas, sufra un alzheimer súbito que le impida recordar nuestros pecadores tiempos felices y haga como si nuestro goce no hubiera existido nunca. Espero que cuando la pelota impacte en la frente de un delantero rival o en el culo de nuestro lateral derecho, en el talón de un central, y salga propulsada hacia nuestra portería, se levante de su trono celestial en el VAR supremo, alce un dedo y diga con su voz de caverna: palo y fuera.